Cada año, el Departamento de Estado de Estados Unidos publica una lista de “países promotores de terrorismo”, la cual sirve de base a la política que se adoptará hacia los mismos, donde se incluyen un conjunto de sanciones establecidas por el Congreso.
Muchos son los cuestionamientos que resultan de esta práctica. En primer lugar, el propio concepto de “terrorismo” ni siquiera ha podido ser definido por los organismos internacionales de justicia y la ONU, debido a la manipulación política de que es objeto. O sea, el gobierno norteamericano califica como terrorista a quien le da la gana y omite a otros que pudieran merecerlo, pero no conviene incluir. Afganistán, por ejemplo, fue invadido en 2002 iniciando la “guerra mundial contra el terrorismo” y no aparecía en la famosa lista. No son pocos los que consideran que los propios Estados Unidos no se salvarían de formar parte de ella, si fuese elaborada con rigor y justeza. En resumen, más que una condena moral, la lista de países promotores del terrorismo constituye un alarde de poder unilateral, cuya verdadera importancia es anunciar por dónde vienen los tiros. Cuba está incluida desde 1982 por su apoyo a los movimientos revolucionarios en Centroamérica. Resulta revelador que haya sido precisamente el gobierno de Ronald Reagan el que tuviese la iniciativa, cuando al mismo tiempo era el promotor de una guerra de “baja intensidad” en la región, que le costó ser condenado en la Corte Internacional de Justicia y más tarde procesado por el propio Congreso estadounidense, debido al escándalo Irán-Contra. De cualquier forma, incluso una vez finalizado estos conflictos, Cuba permaneció en la infausta lista. Se utilizaron entonces otras excusas, como acoger a fugitivos de la justicia norteamericana en los años setenta, brindar refugio a miembros de la ETA vasca y “ofrecer asistencia sanitaria y política” a combatientes de las FARC colombianas. Diversos analistas internacionales, instituciones jurídicas y políticos norteamericanos han refutado durante años la pertinencia legal de estos argumentos, por lo que me limitaré a citar declaraciones recientes del congresista Jim McGovern en las cuales aclaró que los mencionados fugitivos nunca cometieron actos terroristas; los miembros de la ETA están en Cuba a solicitud del propio gobierno español y, por si fuera poco, actualmente La Habana es la sede de las conversaciones de paz entre el gobierno y los guerrilleros colombianos (como lo ha sido en anteriores oportunidades a lo largo de los años). El congresista también aclaró que, debido al estado de las relaciones entre los dos países, no existen acuerdos de extradición que justifiquen este reclamo. A lo que habría que agregar que de encaminarse una negociación en este sentido, como propuso el gobierno cubano en cierto momento, la lista de la parte cubana abarcaría a cientos de personas que realmente han cometido actos terroristas contra Cuba, entre ellos el famoso Luis Posada Carriles. En verdad, la inclusión de Cuba en la lista de países promotores del terrorismo no resiste ninguna evaluación ponderada. Hace años, debido al peso de la realidad, Cuba abandonó la práctica de apoyar a movimientos revolucionarios armados, cuya denominación de terroristas, desde una perspectiva histórica, es tan cuestionable como la lista norteamericana. Pero de esto no se trata el problema. La inclusión de Cuba en la lista sirve de excusa al mantenimiento de la beligerancia que promueve la extrema derecha norteamericana, sobre todo los grupos cubanoamericanos que le sirven de activistas en el Congreso y diversos medios de la opinión pública de ese país. Aunque Raúl Castro se convirtiera en Mahatma Gandhi de todas formas esta gente abogaría por considerarlo un terrorista. El debate actual gira sobre cuál debe ser la política de Estados Unidos hacia Cuba en las actuales circunstancias. Por un lado están los que defienden el mantenimiento del bloqueo económico y cuantas medidas punitivas sean posibles y, por otro, los que plantean que esta política es contraproducente para los intereses norteamericanos. Vale decir que, salvo excepciones, el argumento es el mismo: la eficacia del método para lograr el “cambio de régimen” en la Isla. Nada que ver con la verdad. Para los que promueven el cambio, la eliminación de Cuba de la lista constituye uno de los blancos más favorables: no se fundamenta en la realidad; tal arbitrariedad afecta la propia credibilidad de la política contra el terrorismo promulgada por Estados Unidos y la decisión, en cualquier sentido, corresponde enteramente al gobierno, incluso al Departamento de Estado, sin siquiera comprometer directamente al presidente. Esto no quiere decir que resulte sencillo. Tendrán que esperar el alboroto de los conservadores; más de un funcionario será objeto de interrogatorios de tercer grado en el Congreso y algunas leyes y nombramientos aparecerán como monedas de cambio para revertir la decisión. Hay que ver entonces si el gobierno de Obama está dispuesto a enfrenar el vendaval, con tal de avanzar en el cambio que se propone. De resultas, más que por su importancia práctica, toda vez que las sanciones a la Isla sobrepasan con mucho lo establecido en estas disposiciones, la eliminación de Cuba de la lista de países promotores del terrorismo serviría como un indicador de esta voluntad, colocándonos en un escenario cualitativamente distinto, donde sería posible la adopción de otras medidas más trascendentes. Algunos en Cuba, no sin cierta razón, pueden pensar que lo que se propone es el abrazo del oso. No obstante, creo que siempre sería preferible a la mordida. Además, querer no es poder, y el simple hecho de reconocer que no es viable la actual política hacia Cuba, nos indica cuanto han cambiado los tiempos y que haber resistido vale la pena, como acostumbra a decir Manuel Calviño, un famoso psicólogo cubano en sus programas en la televisión. |
Fuente: Progreso Semanal |
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