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domingo, 21 de abril de 2013

MIRADA DEL DOMINGO CABALLO DESBOCADO Por: Isaías Alanís

Isaias Alanis

Para Ángel Aguirre en su cumpleaños

El sol brota como un manantial de luz diáfana, apretada contra un cirio de llanto y de relinchos. Dos colores sobre la noche que se fue. Dos vías en la vida que se queda y se va. La dualidad disfrazada de esplendor.
Una advertencia rasga el aire como un relámpago quieto. Arriba es una constelación, entre las patas del caballo, coro de luna revuelta.

El potro negro retoza en su corral.

El sol, siempre el mismo, lo reta con su voz de trueno.
Desde la leve colina, el caballo negro levanta cortinas de espuma, abre puertas y ventanas en silencio y puntea con la pata delantera el musgo tibio de la aurora.

No hay esperanza de que no pase lo que pasará.

Él se levanta temprano. Monta potro de obsidiana, cabalga yegua de sueños. Un silencio anterior a la música cubre con uñas de polvo los tejados.

La mañana levita en el humo de los caseríos arremolinando suspiros y penas.
Mala señal dicen los viejos. Cuando el humo no se va a buscar un espejo, la ceniza se queda en los ojos como la tierra que cae sobre los muertos.

El corral es un hormiguero. El caballo negro gravita, da coces, curva los ojos, husmea el aire con sus belfos húmedos.
En la punta del cerro de la dualidad. El amor es un tesoro y la muerte una magnolia.
Caballo negro del alba negra, déjate llevar por el dolor.
Que se cierre la tranca que no te deja estar a solas con los muertos. Que se abra la puerta donde cantan los vivos.

Alba y caballo miran el horizonte. Una mancha de garzas cubre la luz de cocoteros y ceibas. Más allá de ese batir de alas. Nada. Un ejército de dragos avanza pendoneando con  el aire las hojas de su follaje.

Un silencio de cal envuelve los llanos. Más allá del allá y de los confines, la guitarra deshoja una chilena.

El caballo negro baila inmóvil, inquieto mira la puerta.
Nadie ha venido a recogerlo. Nadie se asoma bajo el disco rojo del sol a conquistarlo.
Ni siquiera Él ha venido con su sonrisa de manantial a preguntar por su soledad. Porque si el hombre nació para estar solo. El caballo lo sabe y relincha

Esa mañana está solo, en medio de la quietud de la brisa y el rumor lejano del mar que desciende sobre la luz con su danza de espumas.

Él se levanta temprano. Algo le dice a su hermano menor. Un sesgo de luz que se filtra por el tejado le baña el rostro. Es un signo, una premonición o el hueco donde se esconde el destino. Nadie lo sabe.

Cada uno sale por la puerta de la casa a enfrentar su destino.

El sol, disco sombrío se asoma entre la punta de los tejados. Haces de luz en partículas cubre el horizonte. Él toma el camino de la Hontana.
Cruzar hasta el potrero es fácil. En el hombro derecho lleva el freno del animal. En la cruz de su corazón, son visibles sus años juveniles que florecen y cantan como una parota en medio del llano iluminada por el sol.

El caballo se encabrita. Le brilla la capa. De pronto es un zaino esplendente que se para en sus cuatro patas desafiante. A veces un Mulato brillante como las trenzas de las negras cuando salen a tomar el sol de la tarde.

Él no lo imagina. Cruza el pueblo. Las calles empedradas repiten sus pasos. Se detiene frente al Templo de San Nicolás. Mira de soslayo el portón de madera carcomido por el tiempo. Avanza. Nada ni nadie lo detendrá.

Ni los ruegos de su madre, ni el beso de la novia dejado en un pañuelo con las letras de su nombre tejidas a gancho. Nada.

El caballo lo sabe. Lo espera como se espera a los amantes a mitad de la vida.
A sus diez y siete años todo se puede. Nada es imposible.

El caballo ventea el aire. Lo ve en la niebla de la mañana que asciende formando rizos que cubren la copa de los árboles. Golpea la tierra roja. Astillas de zacate vuelan por el aire. Se enredan en sus cascos finos. Mueve las orejas. Una hacia adelante y otra hacia atrás.
Caballo negro de nobleza. Caballo costeño que espera como el agua dormida en las entrañas de la tierra.

Él llega. Abre la tranca de quebracho. Caballo negro de la noche negra. Baila en mis manos. Bajo el gobierno de mi rienda. El caballo zaino cubre con su aliento su rostro. Se mira lejos, galopando, galopando.

Él lo monta y salen a encontrarse con el misterio. La brisa golpea su rostro. Lo espuelea con los talones. Montar a pelo siempre ha sido su pasión. Sentir los músculos del caballo. El movimiento de su capa oscura como la noche lo bambolea. Sigue el ritmo de su cuerpo. El caballo sacude los belfos.
Sus crines cintilan, pendones de luz.

Galopan, galopan. El camino se abre. A uno y otro lado, parejas de palomas los acompañan. Ascienden, descienden, vuelan a su lado. El caballo enfila por el sendero de la sombra verde.

Galopa, caballo negro, galopa hacia las sombras.

Del galope claro pasan a la carrera. Caballo negro de la noche negra, caballo desbocado de la mañana. Negro caballo que corres hacia el cielo. No te detengas negro caballo de la madrugada. Caballo negro de andar quebrado. Corre, corre, corre.

Allá arriba los espera la tierra. Una flor de incendios. El caballo negro no se detiene. Corre, caballo, negro caballo de la noche negra, corre.
Y de pronto, caballo negro de la noche blanca.
Al tropezar con una estaca, jinete y caballo ruedan por la grama.
Ambos giran por la niebla que se ha convertido en un velo  impenetrable.

El caballo negro de la noche negra cae sobre el jinete. Le oprime el cuerpo hasta quemar su oxígeno, inundar de cal sus arterias, taponar sus ojos con nardos cosechados en la tundra de la música.

Alfredo ya no alcanzó a despedirse de sus padres, hermanos y amigos. La niebla negra le clavó una estaca en el alma.   

Jinete y caballo cabalgan juntos por el cielo y la tierra convertidos en polvo, sombra, dos almas gemelas.

El sol brota como un manantial de luz diáfana, apretada contra un cirio de llanto y de relinchos.


Cuajinicuilapa, 15 de febrero de 2013

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