El fútbol es la parte constante de nuestra
existencia, es prácticamente un poder factico que monopoliza nuestra atención
de cuestiones mucho más importantes.
Dudamos de encontrar tiempo para ir al dentista
o hacer el supermercado pero sabemos con fanática devoción dónde veremos la
final del Mundial, esa guerra ritual
que cada cuatro años se libra no para establecer una hegemonía política,
económica o militar, sino para despejar la duda de ¿Quién es el mejor del mundo
pateando un balón? No obstante, hoy la realidad se impone brutalmente a la
parafernalia, porque a veces un mundial no es suficiente para olvidar las
carencias de una sociedad en crisis.
Cuando faltan solo 17 dias para el inicio de
Brasil 2014, el evento deportivo ha venido a ser como un “martillo de guerra” destrozando
la imagen idílica que se tenia del moderno Brasil, gestado en la administración
de Lula Da Silva, ese del que tanto hablaron y al que tanto aspiraron nuestros políticos.
Protestas, huelgas y desobediencia civil han creado una atmosfera viciada
alrededor de un evento que ya es considerado el campeonato de futbol más caro
de la historia y cuyo costo es 5 veces el esperado, de hecho, el gasto en los
12 estadios ya alcanza 3,400 millones de dólares de los 5,700 millones originalmente
presupuestados para junio de este año.
Lo más indignante para los brasileños es que mientras en Sao Paulo, cerca de 70.000
familias van a ser desalojadas como consecuencia de las obras de preparación
para el Mundial de Fútbol, la Federación Internacional de Futbol Asociada
(FIFA) ya ha obtenido mil 380 millones de dólares de beneficios gracias a la
venta de entradas, derechos de transmisión televisivos y merchandising,
mandando un mensaje lapidario a la clase baja del país “los intereses de la
elite, importan más que las necesidades del pueblo”.
El tema debiera resultarnos muy importante y
cercano porque la devoción de Brasil por
el futbol no es mayor que la que siente el mexicano promedio por su balompié.
Bombardeado por transmisiones casi omnipresentes, el país llega a pensar en el
soccer los 365 días del año conformando una sociedad donde, quien rechaza la importancia
del juego no es más que un “hereje renegado”. Pero los mexicanos debemos
aprender de las circunstancias apremiantes de los sudamericanos, debemos
aprender a distinguir nuestras prioridades y advertir los riesgos que corremos.
Mientras nuestros legisladores se ufanan de “logros
históricos” en materia de reformas estructurales como la político-electoral, la
energética y la laboral, los hechos son demoledores.
La Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas
Ciudadanas (ENCUP) realizada por el INEGI informa que 31% de la población no
creen vivir en una sociedad democrática. Mientras que en un ranking, llevado a
cabo por la Confederación Sindical Internacional, que evalúa los peores países
del mundo para trabajar y que incluye a 140 naciones; México ocupa el lugar 51
y es junto a Colombia y Argentina los peores países de Latinoamérica para ser
miembro de la clase trabajadora.
Y por si esto no fuera poco las expectativas de
crecimiento del país para este año fueron disminuidas de 3.9 a
2.7%, situación que la Secretaria de Hacienda explica debido, entre otras cosas,
a un menor crecimiento de la producción petrolera.
La pasión deportiva es una cosa, la ilusión de ver a
nuestro equipo campeón es grande pero una vez sonando el silbatazo final la
vida sigue su curso, no espera a nadie y lo peor de todo, no tiene repechaje,
las naciones que se nieguen a aceptar esto serán indudablemente relegadas a un
segundo plano y deberán bailar al ritmo que imponen las naciones protagonistas
del panorama mundial.
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