KARMELYNDA VALVERDE |
En
lo que respecta a su imagen, en ese tiempo el Bello Nido era una población
pintoresca y acogedora; ¡siempre hermosa!...el viejo zócalo emanando
romanticismo, tal vez porque era pequeño, rústico : Piso de ladrillos y bancas
de madera. Un alambrado sencillo protegiendo el jardín que siempre se hallaba
lleno de flores: rosas cantones, plúmbagos, bertas, de las que se encargaba
‘’Tito jardinero’’, hombre que por muchos años cuidó ese jardín.
El
pequeño kiosco, siempre estaba límpio y a la expectativa de la visita de algún
mandatario de importancia, o para las celebraciones de las fiestas patrias,
cuando el viejo palacio municipal estaba deteriorado. Las tres palmeras
sembradas en una de las esquinas del viejo zócalo, crecieron como tres hermanas
y eran el orgullo de los ometepequenses en aquel entonces, pues estas eran
visibles desde donde comenzaba la calle derecha, allá por el tancón, y mucho
tiempo fueron el símbolo de nuestro bello nido, al igual que lo fue el reloj
del palacio municipal, el cual podía ser oído en cualquier barrio y a cualquier
hora del día y de la noche, marcando con sus sonoras campanadas el tranquilo
transcurrir de la vida de los ometepequenses de los años veinte.
Sí,
la vida era muy tranquila en Ometepec y a excepción de los días festivos, esta
generalmente consistía en esperar que dieran las ocho de la mañana que
sirvieran el almuerzo, porque el desyuna ya había sido servido al salir el sol
(café eldulzado con panela, acompañado por tamales chocos o atole blanco con
granillo, servido en jicarita y acompañado de un pedazo de panela para morder).
La
comida era a las 12 en punto del medio
día y la cena a las 7 u ocho de la noche a más tardar; y aunque pareciera que
esta tranquilidad propiciaba la monotonía, la rutina se rompía a cada instante
con la chispa propia del alma costeña.
Otra
costumbre era salir a sentarse a tomar el fresco al corredor externo de las
casas del centro: y esto resultaba divertido pues nos entreteníamos observando
el ir y venir de la gente que pasaba presurosa caminando y atravesaba el zócalo
rumbo al mercado en busca de tasajo (cecina) recién cortado, ubre, o tripa seca
y bofe, que bien fritos resultan un deleite para el paladar. Esto lo
acostumbrábamos servir con queso fresco y tortillas recién salidas del comal.
Las
familias que tenían encierros de ‘’pará’’, esa pastura que se siembre para
alimento del ganado, aprovechaban para sacar los tercios de zacate a sus
corredores y las amas de casa los vendían al menudeo, en manojos hasta de 10
centavos.
(Continuará).
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