MARGARITO LÓPEZ RAMÍREZ |
Llevando
a cuestas su cuantiosa fortuna, el muchacho se abocó a lo suyo: empezó por
cambiarse el nombre; decidió llamarse Rafai, y se apellidaría Armendariz Solano; no calzaría huaraches de
correa; tampoco vestiría calzón y cotón; abandonaría la costumbre de cubrirse
la cabeza con un sombrero hecho de
sollate; y cambiaría su gabán por chamarra de fina hechura.
Llevando
en la mente las palabras pronunciadas por su padre, anduvo de pueblo en pueblo
buscando lo que consideraba que lo llevaría a cumplir la encomienda recibida. Y
he aquí que en el seno de una familia pobrísima, encontró a una hermosa mujer
que, más que prendarse de su apariencia física camuflada bajo ropajes finos,
avizoró en él la oportunidad para abandonar
la vida penosa que llevaba en su terruño alejado de la voluntad de dios.
Afirman,
quienes atestiguaron el hecho, que unas cuantas palabras y cuantioso caudal,
fueron suficientes para que Rafael Armendariz Solano contrajera matrimonio con
la joven hermosa: poseída de altura considerable y cuerpo bien formado; piel
blanca, manos y pies de fina tersura; ojos de color azul luminoso y cabellera
sedosa.
Ha
transcurrido el tiempo, y no obstante que resalta la fealdad física de Rafael
al lado de sus seis hijas que son casi idénticas a su madre la señora Carmela
Páez de Armendáriz, don Juan y su esposa doña Romanita, al escuchar que la
gente elogia la belleza de sus nietas, a voz en cuello dicen: “cuando
el toro es fino, aunque la vaquilla sea malanca y fellona, ¡Mejora el raza!”.
Y
entonces la gente musita y trae a cuanto lo expresado por “Mamá cuervo”; quien, para que la zorra cazadora no devorara a sus
crías, afirmó que sus cuervitos eran los más hermosos polluelos que había en
los nidales de la comarca.
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