Hace unos tres años tuve
mi primer acercamiento con el feminismo y los temas de igualdad de género. Debo
confesar que era parte de aquellos que escuchaban el concepto feminismo, e
inmediatamente lo asociaba a la imagen de mujeres “masculinizadas”,
“descuidadas” y “poco femeninas”. Un estereotipo que busca invisibilizar la
causa de los colectivos feministas, basado en un prejuicio totalmente machista
de “lo que debe ser” una mujer.
Comencé a estudiar sobre
el tema por necesidad. Tenía un par de clientas mujeres cuya agenda de causas
eran la igualdad de géneros y el combate a la violencia contra las mujeres. Los
prejuicios con los que crecí en la sierra de Sonora se imponían por encima de
las teorías y los datos. Me costó trabajo entender la desigualdad estructural,
histórica y sistémica que ha mantenido a las mujeres bajo el yugo de los
hombres.
Con la paciencia, consejos
y el cariño de dos grandes mentoras, -Verónica y Guillermina Navarro- aprendí
algunos conceptos teóricos, y comencé a entender el privilegio que tenemos los
hombres por el solo hecho de haber nacido hombres. Entendí que la posición de
privilegio que tenemos los hombres frente a las mujeres, era el principal
obstáculo para comprender el problema de desigualdad estructural que se
convierte en violencia.
Ha sido un proceso largo
donde sigo aprendiendo a deconstruirme y cuestionarme.
Impulsado por los
colectivos feministas a lo largo de las décadas, nuestro país ha desarrollado
una gran cantidad de leyes e instituciones que buscan saldar la desventaja
cultural histórica con las mujeres y las niñas. Sin embargo, aunque los marcos
jurídicos son cada vez más fuertes, aunque contamos con instituciones enfocadas
a atender a las mujeres víctimas de violencia, el problema no disminuye ni se
extingue.
Por el contrario,
pareciera que la violencia se ha recrudecido contra ellas, y constantemente
encontramos casos en la prensa sobre feminicidios que nos estremecen, como el
caso de Ingrid Escamilla o la niña Fátima que fue encontrada ayer por la tarde
en la alcaldía de Tláhuac.
Estos casos han abierto
una vez más la discusión sobre la violencia machista en México. Muchos hombres
defienden que nosotros como género no somos el problema. Que el problema solo
se cerca en el feminicida.
Justamente nuestra actitud
de negación es parte del problema. Porque las mujeres ya han hecho su parte al
impulsar los cambios normativos e institucionales, sin embargo, aún falta una
arista que se niega a cambiar: el machismo.
Como hombres, debemos
entender que, si bien no somos feminicidas, sí somos reproductores de machismos
y micro machismos que tenemos normalizados por los valores que hemos aprendido,
por creer por ejemplo, que el cuerpo de la mujer es simplemente un objeto.
Es hora de ponerle un alto
a los chistes machistas. De visibilizar los comentarios que reproducen
conductas machistas en nuestra familia, con nuestros grupos de amigos o en
nuestros espacios de trabajo.
Para acabar con el
machismo, es hora de que los hombres reflexionemos sobre nuestro papel en el
problema de la violencia contra las mujeres y dejemos de ser permisivos con los
chistes misóginos.
Pero también es hora de
cuestionar los roles y estereotipos de género que se reproducen y fortalecen
desde los medios de comunicación.
Podemos hacerlo
compartiendo las tareas domésticas por voluntad propia, cuestionando los
chistes y comentarios machistas, ejerciendo la paternidad sin verla como una
“ayuda que le das a la mujer”. Es momento de que los hombres combatamos el
machismo con acciones concretas, más allá de las palabras.
Twitter: @JoseUrquijoR
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