Creo que es un tiempo
suficiente para confirmar que todo lo que esta columna dijo acerca del
candidato López Obrador era correcto. También es un tiempo amplio como para que
la actual administración se haga cargo de su responsabilidad, y deje de culpar
a otras anteriores. Curiosamente, a las que ocurrieron hace más de seis años,
como si la inmediata anterior no tuviera importancia. Finalmente, es también
suficiente como para imaginar lo que ocurrirá en el futuro previsible.
En materia económica,
López Obrador ha provocado la primera crisis autoinflingida en el siglo. Para
su desgracia, eso le está costando, un poco en popularidad, y mucho en margen
de maniobra. Puesto que el gobierno recauda menos debido a sus decisiones, el
reacomodo del dinero para sus “programas sociales” está ocurriendo a costa de
la destrucción de la capacidad operativa de la administración. Esto se ha
reflejado ya en problemas con el sector salud, muy conocidos, y otros menos
conocidos en trámites que amplían los problemas de la economía.
Según mis cifras, Hacienda
tendrá que hacer uso de lo que queda en el fideicomiso para recesiones (FEIP)
de aquí a junio, por lo que la segunda mitad de 2020 ya no tendrán ni para
repartir dinero, justo en el arranque del año electoral. Pero todo lo causó el
mismo gobierno.
Por cierto, la idea de que
repartiendo dinero podría crecer la economía no tiene sentido. Puesto que sigue
siendo la misma cantidad de gasto de gobierno, no importa mucho cómo esté
acomodado en términos de la demanda agregada de la economía. De hecho, puede
resultar negativo el experimento, porque es equivalente a la “distracción de
comercio” que ocurre en comercio internacional, cuando se deja de comprar al
productor más eficiente. Aquí, al dispersar el gasto en millones de pequeñas
cuentas, el resultado en términos de bienestar puede ser significativamente
menor. Pero es claro que eso no importa, es compra de votos, simplemente.
En este sentido hay que
evaluar el resto de las decisiones de gobierno, que consisten en la
concentración de poder en la persona presidencial, la sustitución de personal
calificado por seguidores políticos, y la destrucción institucional. Esto
implica que las reglas dejan de ser claras, en todo sentido: electoral, de
derechos humanos, pero también de cumplimiento de regulación energética,
ambiental, y hasta constitucional. El impacto que esto tiene en la confianza de
las personas es muy elevado, por eso la inversión se ha hundido (nacional y
extranjera, empresarial y personal), pero también es un elemento en el avance
del deterioro del tejido social, es decir, la paz pública.
En este último punto, el
fracaso del gobierno actual es mucho más serio. Tanto, que ha llevado a López
Obrador a confrontarse con los contrapesos de última instancia, los que nunca
queremos ver involucrados en la vida diaria: las Fuerzas Armadas y Estados
Unidos. El fallido operativo contra el hijo del Chapo, que acabó en su
liberación, y la tragedia de la familia LeBarón, han mostrado la profunda
incapacidad del Presidente y su equipo, no sólo para prevenir, sino para
enfrentar crisis.
Poner en crisis la
economía, destruir la administración pública, confrontarnos con las Fuerzas
Armadas y con Estados Unidos, es lo que ha logrado este gobierno, que además
polariza diariamente en ese esfuerzo de tener la única opinión en México que es
la mañanera.
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