Razvan Vlaicu es Economista de investigación senior en el Departamento de Investigación del Banco Interamericano de Desarrollo. Obtuvo su doctorado en economía por la Northwestern University en 2006. Anteriormente enseñó economía en la Universidad de Maryland, y ocupó puestos de corta duración en el Kellog School of Management y el Banco Mundial. Sus intereses en la investigación se centran en la microeconomía aplicada, la economía política y la economía pública. Sus investigaciones se han divulgado en publicaciones académicas, entre las cuales Review of Economic Studies, American Political Science Review y Journal of Public Economics
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Desde el primer trueque de
una dracma por un voto en Atenas hace más de 2500 años, los políticos han
practicado el arte bien perfeccionado, aunque rudimentario, de la compra de
votos. Hoy en día sus incentivos van desde las bebidas alcohólicas, el gas y el
dinero en efectivo en Estados Unidos hasta el dinero en efectivo, los granos y
las máquinas lavadoras en grandes regiones de África, Asia, América Latina y el
Caribe. Sin embargo, la compra de votos no es un fenómeno generalizado en todas
partes. Como he señalado en un reciente estudio del BID con Marek Hanusch y
Philip Keefer, la práctica corrupta surge a partir de condiciones específicas y
prospera en circunstancias que dificultan particularmente su erradicación.
Pensemos en lo que ocurre
durante una transición a un gobierno democrático. El dictador muere o es
derrocado, la junta cae y los partidos que se constituyen se movilizan ante la
expectativa de las elecciones que se celebrarán. Sin embargo, estos partidos
son novatos. No tienen un historial en que afirmarse, ni tienen credibilidad y,
en muchos casos, tampoco tienen una ideología, es decir nada que ayude al
votante a distinguir entre unas formaciones y otras. Aún así, la competencia es
feroz. Los políticos recién llegados están decididos a conseguir que sus
partidos sean los primeros en entrar en el parlamento. Eso les brinda ventajas
en términos de gastos, de patrocinio y de atención de los medios de
comunicación, lo que facilitará en gran medida ganar las elecciones en el
futuro. ¿Qué hacen estos ambiciosos políticos de partidos que no tienen rostro?
Compran votos, como ha ocurrido en numerosas transiciones durante la llamada
tercera ola de democratización de los años setenta hasta los años noventa.
Desde luego, la compra de
votos no sólo tiene lugar durante las transiciones democráticas. Ocurre en
todos los países donde los partidos políticos no consiguen construir una marca
que convenza a los votantes de que pueden confiar en sus promesas electorales.
Mucho después de que los gobiernos militares llegaron a su fin en Brasil en
1985, por ejemplo, la compra de votos siguió siendo un fenómeno generalizado
debido a la abundancia de partidos débiles incapaces de construir una
plataforma política. Los legisladores brasileños durante la legislatura de
1987-1990 habían pertenecido a
aproximadamente tres partidos políticos. Una tercera parte de estos, según un
estudio del sistema electoral brasileño, había cambiado de partido desde que
fueron elegidos en 1986. Esta falta de lealtad con el propio partido
significaba que los partidos políticos no tenían prácticamente ninguna
trascendencia en términos de ideología ni de compromisos a largo plazo. Dado
que no había partidos que los brasileños encontraran capaces de pronunciarse
sobre importantes problemas generales, como un régimen fiscal más justo o un
mejor sistema educativo, muchos prefirieron cambiar sus votos por dinero en
efectivo, alimentos y ropa.
A medida que el tiempo
pasa, la compra de votos puede convertirse en un fenómeno difícil de erradicar.
Los ciudadanos, sobre todo los más pobres y los más marginados, pueden llegar a
considerar que el pago de dinero en efectivo antes de las elecciones es lo
único que consiguen de un gobierno ineficaz. Puede que lleguen a depender de
ello. El resultado es que se produce un círculo vicioso. Paradójicamente,
aquellos que más sufren de la corrupción se convierten en los que tienen menos
probabilidades de oponerse a ella y demandar reformas.
Es difícil encontrar
soluciones. La Encuesta Mundial de Valores de 2010-2014, llevada a cabo por una
red global de cientistas sociales en casi 100 países, llegó a la conclusión de
que el 51,8% de los encuestados creía que los votantes son “sobornados” a
menudo o muy a menudo. Además, aún cuando los partidos estén mejor
constituidos, la compra de votos puede seguir produciéndose cuando las
elecciones son reñidas.
Sin embargo, una
experiencia en Brasil después de los episodios ya mencionados de compra masiva
de votos en los años ochenta y noventa representa un rayo de esperanza. En
1997, una ONG religiosa, apoyada por la Conferencia Episcopal de Brasil y unas
60 organizaciones de la sociedad civil, se organizaron para lanzar una
iniciativa popular contra esta práctica ilegal. Los organizadores recolectaron
más de un millón de firmas para ejercer presión a favor de una reforma que
llevó a la aprobación de una ley en 1999 que endurecieron drásticamente las
sanciones. Como se describió en un estudio de la ley, éstas contemplaban el
despido inmediato mediante sanciones administrativas de los políticos
sorprendidos en la práctica de ofrecer regalos preelectorales. Con un fuerte
apoyo del poder judicial, los procesos judiciales se volvieron agresivos. Entre
2000 y 2008, unos 700 políticos fueron despedidos de su cargo y la compra de
votos, aunque sigue siendo habitual en Brasil, ha sido reducida
significativamente en comparación con los niveles anteriores.
Iniciativas similares
pueden contribuir a disminuir la compra de votos globalmente. Los cambios en
las instituciones políticas y en la cultura, que fomentan la constitución de
partidos programáticos con fuertes tradiciones e ideologías y un historial de
cumplimiento de las promesas hechas a los votantes, podría ir incluso más lejos
para acabar con las ilegalidades que desvirtúan la voluntad popular.
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