Por aquellos días cuando
la rimbombante cuanto inútil bandera de la Renovación Moral de la Sociedad
ondeaba en Los Pinos, corría una broma de doble vertiente, en torno a Miguel
Mancera Aguayo, a la sazón director del Banco de México, del que luego sería primer
gobernador merced a la reforma que dio autonomía al llamado Banco Central.
--¿Saben que hace Miguel
Mancera con sus trajes viejos?—preguntaba un alto funcionario en reunión de
gabinete.
--¡No!--, era la respuesta
general.
--¡Se los pone!—acotaba el
indiscreto y ocurrente funcionario.
Y se consideraría que, por
ello, el jefe del Banco Central era ejemplo de una vida fincada en la medianía,
honesto y sin galas de banquero de pedigrí. Nadie ha puesto en entredicho su
honestidad, acaso lo del traje implica tacañería.
Lo cierto, es que por lo
menos en su tránsito por el sistema bancario nacional, privado y estatizado,
sólo fue víctima de ese bullying de la alta burocracia. El 18 diciembre próximo
cumplirá 85 años, retirado del bullicio y de la falsa sociedad.
¿Cuántos de los invitados
al acto del lunes último en Palacio Nacional puede presumir estar vacunado
contra la corrupción? Quien esté libre de toda culpa –invocaríase--que arroje
su primera “mordida”, “cochupo”, “diezmo”, “entre” o “moche”, en este México
nuestro, asiento de la trasnacional Corrupción S.A. ¿Somos o no somos?
Dos presidentes de la
república han pedido perdón a los mexicanos por asuntos de injusticia y
corrupción.
José López Portillo y
Pacheco, el 2 de diciembre de 1976 cuando rindió protesta como Presidente de la
República pidió perdón a los mexicanos pobres, a los olvidados por la situación
en que se encontraban; seis años después incluso lloraría de impotencia: había
crecido el número de pobres y miserables, su administración no les había hecho
justicia y, lo peor, el país estaba en bancarrota y los capitales golondrinos
volaban hacia paraísos fiscales y dejaban la arcas vacías.
La médula del gobierno de
don Pepe se nutrió de corrupción; de su gabinete salieron nuevas y robustas
fortunas, su parentela y amigos se enriquecieron sin rubor alguno, pero a
prisión sólo fueron unos cuantos notables, Arturo Durazo Moreno y Everardo
Espino de la O., entre ellos, cuando Miguel de la Madrid Hurtado puso en marcha
su slogan de campaña “La renovación moral de la sociedad”, que se quedó en
buenos deseos en la lucha contra la corrupción.
El lunes pasado, otro
presidente, Enrique Peña Nieto, no ofreció disculpas, pidió perdón a los
mexicanos por los agravios e indignación provocada por aquel escándalo que implicó
acto de corrupción con la llamada Casa Blanca – residencia sita en la calle de
Sierra Gorda en Lomas de Chapultepec--. Sí, fue un escándalo.
Peña Nieto aseguró que su
gobierno está más convencido y decidido a combatir la corrupción y promulgó, en
un acto celebrado en Palacio Nacional, las siete leyes que integran al Sistema
Nacional Anticorrupción.
“Si queremos recuperar la confianza ciudadana,
todos tenemos que ser autocríticos, tenemos que mirarnos en el espejo,
empezando por el propio presidente de la República”, puntualizó el mandatario
en este capítulo acotado en el Patio de Honor de Palacio frente a un selecto
grupo de mexicanos que tienen que ver con las leyes y la justicia.
Puntual, 34 años después
de aquel intento fallido de frenar, combatir y abatir a la corrupción cuya raíz
estaba y ha estado en el sector público y prohijada por el privado, los
particulares, ciudadanos que cierran el círculo de la corrupción como un mal
endémico que es connatural a la humanidad, Peña Nieto asumió:
“Los servidores públicos,
además de ser responsables de actuar conforme a Derecho con total integridad,
también somos responsables de la percepción que generamos con lo que hacemos, y
en esto reconozco que cometí un error”.
Pidió perdón y admitió
que, no obstante que su actuación estuvo apegada a la ley, “este error (el de
la Casa Blanca) afectó a mi familia, lastimó la investidura presidencial y dañó
la confianza en el gobierno”.
Vale referir el mensaje
presidencial por sus alcances y sus graves y deplorables antecedentes, por
cierto en el punto de que en México “habrá un antes y un después de este
sistema” y se trabajará para erradicar “los abusos de quienes no cumplen con la
ley, de quienes dañan la reputación de millones de servidores públicos que se
desempeñan de forma íntegra y honesta”.
En diciembre de 1982,
entre los primeros actos de su naciente gobierno, Miguel de la Madrid Hurtado
decretó la creación de la Secretaría de la Contraloría General de la Federación
(Secogef) y al frente de ésta designó a su amigo, el Contador Públicos
Francisco Rojas Gutiérrez, con calidad de fiscal anticorrupción que iría tras
peces gordos, tiburones corruptos; investigaría el rumbo que tomaron dineros
públicos cuyo gasto no tenía sustento.
Solo que esa dependencia
transitó con el cambio de siglas, en el reinvento sexenal de la oferta de
campaña, y se aplicaron venganzas contra enemigos políticos, soportadas en
expedientes de sospechosa legalidad en los que se acusaban ilegalidades
cometidas por el chivo expiatorio en turno. Francisco Barrio Terrazas, al
frente de la ya entonces Secretaría de la Contraloría y Desarrollo
Administrativo, fanfarroneó con salir a pescar peces gordos pero fracasó en el
intento. Terminó por irse de embajador de México en Canadá.
Así llegó a la era panista
en el poder y fue el mismo gatopardo y mentir con la verdad en actos
justicieros que, en el pasado mediato, tuvieron a la administración de Ernesto
Zedillo Ponce de León a un maestro en el uso del poder del expediente judicial
para cobrar venganza política.
Y la corrupción se mantuvo
como sello de los mexicanos de todos los niveles sociales, aunque unos llamados
de cuello blanco y los otros simples rateros.
Las camadas de nuevos
ricos fueron, apenas apaciguados los ánimos revolucionarios, los prohombres de
clase media, los letrados, licenciados y amanuenses que guardaban secretos de
Estado, los que salieron de esos gobiernos de generales y luego de civiles que,
con Miguel Alemán Valdés, habían inaugurado el sistema de la exquisita forma de
hacer negocios con el porcentaje de las compras a particulares.
En el poder, las
conciencias letradas, los abogados y administradores universitarios de la mano
de los hijos de funcionarios públicos irrumpieron en los cargos de la alta
burocracia cuando no integrantes de los gabinetes post revolucionarios que
emparentaron con las familias de alcurnia venidas a menos pero dueñas de los
apellidos de prosapia que compraban status y prohijaban la corrupción mediante
jugosas partidas en la adquisición de multimillonarios contratos y licitaciones
de obra pública.
¿La corrupción somos
todos? Sin duda.
Por eso, más allá del
emotivo mensaje presidencial, es deseable, entonces, que este compromiso de
combatir a la corrupción en todos los niveles de gobierno, en todos los
sectores y actividades de la vida nacional sea un hecho, que estas siete leyes
reformadas que integran al Sistema Nacional Anticorrupción, prosperen y se
apliquen sin reticencias y despojadas de las brochas de la impunidad. De otra
suerte, será como el perro que se persigue la cola en un círculo interminable
de corrupción. Conste.
MIÉRCOLES. Apenas ungida
Alejandra Barrales lideresa del PRD, uno de los prohombres del perredismo aireó
sus diferencias. Pablo Gómez renunció a la representación perredista en el
Consejo General del INE, en desacuerdo por la unción de Barrales Magdaleno,
dizque porque es la cabeza de playa de Miguel Ángel Mancera para apropiarse de
la candidatura del perredé a la Presidencia de la República en 2018. Lo dicho:
la izquierda no llega al poder porque la izquierda se lo impide. Digo.
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