En mitad de un importante debate
parlamentario la portavoz de un
destacado partido político del país
lamentaba que el Gobierno tuviera que
emprender recortes porque le hubieran
aconsejado hacerlo, ya fuera en alemán,
en inglés o en belga. Rápidamente la
diputada, que fue eurodiputada, se ha
dado cuenta del error y ha corregido. El
“belga” no existe como idioma. Si acaso
el francés, en la parte valona, o el
neerlandés, en la parte flamenca, ambos
con algunas diferencias dialectales
respecto a lo que se habla en Francia y
Holanda respectivamente. Para que estas
erratas no vuelvan a repetirse, aquí va
una lista de idiomas que, ¡ojo!, no
existen. De nada.
Por ejemplo, no existe el indio. Si acaso, existe el hindi, idioma que hablan unos 500 millones de personas, fundamentalmente habitantes de la India. No existe tampoco el brasileño, ya que aunque tenga ciertas diferencias con la lengua madre europea, allí hablan portugués. De hecho, hay muchos más brasileños hablando portugués que portugueses.
Pasa lo mismo que con el español: no hay mexicano, argentino, peruano, chileno, uruguayo, hondureño, cubano ni demás idiomas en Latinoamérica: lo que hay es una comunidad hispanohablante mucho mayor en Centroamérica y Sudamérica que en España. Tampoco hay filipino, sino tagalo. No hay canadiense, sino francés o inglés. No hay estadounidense ni australiano, sino inglés. Tampoco hay camboyano, sino jemer, ni srilankeño, sino tamil. No hay pakistaní o afgano, sino urdu. No hay azerbayano, sino azerí; austríaco o finlandés, sino finés.
Tampoco hay iraní, sino persa. Viendo tamaño lío resulta fácil llegar a una conclusión: hay un montón de países que comparten su idioma. Así es, sagaz lector, lo que conjugado con el hecho de que haya países que estén inmensamente más poblados que otros nos deja curiosos datos lingüísticos como que, por ejemplo, en Estados Unidos haya ya más gente hablando español que en la propia España que, dada la población de México, es el tercer país del mundo en hablantes… ¡de su propio idioma!
Pero estas injerencias idiomáticas de países que adoptan (o les hacen adoptar) idiomas ajenos no son suficientes para destronar al rey de reyes: el chino mandarín es, con mucho, el idioma más hablado en nuestro planeta, a pesar de que solo se hable en un país y algunos territorios como Tíbet o Hong Kong y zonas de influencia como Singapur. Detrás vienen idiomas que han colonizado, por la fuerza o mediante la cultura, otros territorios: el español y el inglés.
El esquema se repite un poco más abajo de la clasificación: el hindi destaca por la cantidad de gente que lo habla en un solo país, la India. De hecho, el país da como para colar a otro buen puñado de idiomas entre los más hablados del mundo, como el bengalí, el tamil, el maratí, el telugú. A mucha distancia, el portugués, que debe su auge a la enorme población brasileña, además de a la contribución de sus antiguas colonias africanas.
¿Y quién tiene la culpa de todo esto? Agradézcanselo a Nemrod, un rey de la antigua Mesopotamia que, según el Antiguo Testamento, quiso construir una torre tan alta que llegara hasta el cielo. Dios, que por lo visto no quería tener visita, hizo que los constructores de la torre empezaran a hablar distintos idiomas y, confundidos y desorientados, abandonaran la construcción de la obra y se dispersaran por el mundo.
La Biblia tiene explicaciones para todo. Y los historiadores y arqueólogos, que saben que los mitos y explicaciones del Antiguo Testamento, en ocasiones, son metáforas que se basan en algunos elementos de la realidad, ubican las ruinas de la endemoniada torre en algún zigurat del entorno de la antigua Babilonia, allá por Irak. Irak, donde no hablan iraquí, sino árabe.
Por ejemplo, no existe el indio. Si acaso, existe el hindi, idioma que hablan unos 500 millones de personas, fundamentalmente habitantes de la India. No existe tampoco el brasileño, ya que aunque tenga ciertas diferencias con la lengua madre europea, allí hablan portugués. De hecho, hay muchos más brasileños hablando portugués que portugueses.
Pasa lo mismo que con el español: no hay mexicano, argentino, peruano, chileno, uruguayo, hondureño, cubano ni demás idiomas en Latinoamérica: lo que hay es una comunidad hispanohablante mucho mayor en Centroamérica y Sudamérica que en España. Tampoco hay filipino, sino tagalo. No hay canadiense, sino francés o inglés. No hay estadounidense ni australiano, sino inglés. Tampoco hay camboyano, sino jemer, ni srilankeño, sino tamil. No hay pakistaní o afgano, sino urdu. No hay azerbayano, sino azerí; austríaco o finlandés, sino finés.
Tampoco hay iraní, sino persa. Viendo tamaño lío resulta fácil llegar a una conclusión: hay un montón de países que comparten su idioma. Así es, sagaz lector, lo que conjugado con el hecho de que haya países que estén inmensamente más poblados que otros nos deja curiosos datos lingüísticos como que, por ejemplo, en Estados Unidos haya ya más gente hablando español que en la propia España que, dada la población de México, es el tercer país del mundo en hablantes… ¡de su propio idioma!
Pero estas injerencias idiomáticas de países que adoptan (o les hacen adoptar) idiomas ajenos no son suficientes para destronar al rey de reyes: el chino mandarín es, con mucho, el idioma más hablado en nuestro planeta, a pesar de que solo se hable en un país y algunos territorios como Tíbet o Hong Kong y zonas de influencia como Singapur. Detrás vienen idiomas que han colonizado, por la fuerza o mediante la cultura, otros territorios: el español y el inglés.
El esquema se repite un poco más abajo de la clasificación: el hindi destaca por la cantidad de gente que lo habla en un solo país, la India. De hecho, el país da como para colar a otro buen puñado de idiomas entre los más hablados del mundo, como el bengalí, el tamil, el maratí, el telugú. A mucha distancia, el portugués, que debe su auge a la enorme población brasileña, además de a la contribución de sus antiguas colonias africanas.
¿Y quién tiene la culpa de todo esto? Agradézcanselo a Nemrod, un rey de la antigua Mesopotamia que, según el Antiguo Testamento, quiso construir una torre tan alta que llegara hasta el cielo. Dios, que por lo visto no quería tener visita, hizo que los constructores de la torre empezaran a hablar distintos idiomas y, confundidos y desorientados, abandonaran la construcción de la obra y se dispersaran por el mundo.
La Biblia tiene explicaciones para todo. Y los historiadores y arqueólogos, que saben que los mitos y explicaciones del Antiguo Testamento, en ocasiones, son metáforas que se basan en algunos elementos de la realidad, ubican las ruinas de la endemoniada torre en algún zigurat del entorno de la antigua Babilonia, allá por Irak. Irak, donde no hablan iraquí, sino árabe.
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