En el sistema democrático
las leyes están en manos de dos órganos: el poder legislativo y el poder
judicial, con funciones bien distintas, aunque versen sobre la misma materia.
Pero con el fiel de la balanza inequívocamente desplazado hacia el platillo del
poder judicial, porque los jueces son en fin de cuentas quienes interpretan la
ley sin que el legislador tenga el menor derecho a declarar siquiera si la
interpretación de quienes deben hacer cumplir la ley se ajusta o no a la
voluntad del legislador. Porque la intención de la ley la pone el legislador,
no el juez. Y si es el poder de los jueces el que tiene la última palabra sobre
la ley, no está el poder supremo en el parlamento, en el legislativo, que es la
forma de expresión de la soberanía y por tanto de la voluntad del pueblo; no es
ahí donde está el poder supremo de la nación, sino en el tribunal supremo.
Siendo así las cosas, el
legislador es quien pone la letra de las leyes, y el omnipotente y absoluto
poder judicial es quien pone el espíritu y la voluntad de las leyes. Es decir
que sean cuales sean las leyes, en el país que así funciona se cumplirá siempre
e inexorablemente la voluntad de los jueces, que las leyes de la hermenéutica
pueden hacer lo blanco negro y lo negro blanco con la misma gracia con que la
cábala se entrega a sus lucubraciones cabalísticas. De manera que frente a la
legislación tenemos la jurisprudencia con fuerza definitiva de ley.
¿Qué es pues legislar? La
facultad tan absoluta no sólo de interpretación, sino incluso de aceptación de
las leyes por parte del poder judicial, ¿no ha vaciado de sentido la función y
la autoridad del poder legislativo? Si finalmente no se cumple la voluntad del
poder legislativo sino la más soberana voluntad del poder judicial, ¿no habrá
que revisar el significado de la palabra legislar? Si el legislador no tiene
ninguna facultad sobre la interpretación de la ley, que al fin y al cabo
determina su modo de aplicación; si no tiene ningún mecanismo que le permita
asegurarse de que se cumple su voluntad soberana, ¿qué clase de soberanía es
esa?, ¿qué legislador es ese que no es dueño de sus leyes?
Más aún: si la sentencia
de un juez tiene más fuerza que la sentencia de la ley, que en ocasiones es
absolutamente meridiana; si la jurisprudencia pasa a formar parte del cuerpo
legislativo no sólo de facto, sino también de jure, ¿no habría que redefinir el
concepto de legislador? Más certera definición que la que circula en los
diccionarios, sería la que lo define como aquel órgano o persona que se sirve de
las leyes para alcanzar sus fines.
Porque si las leyes no se
ordenan a un fin, no tienen sentido; y si el fin no lo determina el que hace
las leyes sino el que las aplica, y las aplica en cada momento según cuáles
sean sus fines en esa circunstancia, habrá que concluir que la función
legislativa se reparte entre dos órganos: el llamado poder legislativo (aunque
no lo es íntegramente), que está para la pura materialidad de la producción de
leyes; y el poder judicial, que determina cuáles han de ser los fines de éstas,
y que en cualquier caso siempre tiene la última palabra.
De hecho el poder judicial
se ha alzado con el poder legislativo. Se ha convertido en legislador.
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