En la época moderna la revolución hizo justicia a sus hijos, aquellos generales y sus familias, que por la fuerza de las armas se apropiaron de una parte del México de principios del siglo XX. Haber enarbolado las banderas de la lucha revolucionaria les dio a los “caudillos” nombre, prestigio y dinero, mucho de él arrebatado a sus antiguos dueños, así como los trapiches, molinos y grandes haciendas.
A la par, surgieron otros hombres que ya no tuvieron la misma suerte, pero quienes vieron en el uso de las armas una forma de poder y se hicieron, ya no de haciendas que ya tenían nuevos dueños, pero sí de ranchos que permitía el reparto agrario realizado por Lázaro Cárdenas. El poder de las armas, del dinero y la posición estratégica de las tierras abarcadas, dio paso a miles de caciques regionales, señores de horca y cuchillo que pronto pasaron a formar parte de otro segmento de la vida nacional.
Si lo generales y sus familias se hicieron cargo de la vida pública del país tras la “consumación” de la revolución y más tarde en el inicio del México “institucional” con la creación del Partido Nacional Revolucionario, los caciques se apropiaron de la esfera local en los estados y municipios, según su fuerza y poder económico.
Aún hoy en México pasa desapercibido para la gran mayoría de la gente porque las noticias se dan como simples hechos de nota roja, pero si se les da una lectura informada y atando cabos, una gran parte de los asesinatos entre miembros de familias en las zonas rurales del país, pertenecen a las luchas caciquiles por mantener o tomar el poder económico y político. Alcaldes y ex alcaldes muertos por estar ligados a familias caciquiles se cuentan por montón.
Cada uno de los estados y municipios tuvo y aún tiene a su cacique o caciques, muchos de ellos que, incluso, llevan el nombre de su dominador, sobre todo en los estados del sur de México. Los caciques actuales tienen incluso nombre de ex gobernadores, que utilizaron y aún hoy utilizan a las fuerza del Estado, es decir, a las propias policías, para delinquir y apoderarse de los bienes de sus gobernados, ya sea por acción directa o por omisión frente a pandillas delincuenciales.
Para luchar contra estos grupos, los propios ciudadanos, poblaciones indígenas en su mayoría, se han tenido que armar y luchar, sin que ello indique que traspasaron en ocasiones los límites de la legalidad, porque el Estado, que debiera protegerlos, está controlado por sus propios agresores.
La lucha en contra de la fuerza del poder instituido no es nueva en México. De hecho, su gestación viene desde la época de la colonia con el negro Nyanga en Veracruz o Canek en Yucatán o los guardias tradicionales de los pueblos seris y yaquis del noroeste del país.
Los pueblos indígenas tienen su propia forma de organizarse al interior y, entre ellas, están la formación de sus órganos de seguridad y justicia, que son reconocidos en el artículo segundo de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
Pero más allá de las formas de seguridad de los pueblos indígenas, también en comunidades indígenas o rurales han surgido las policías comunitarias para defenderse de la delincuencia que por omisión, incapacidad o abiertamente promovida, genera el Estado.
Estos grupos tienen la característica de contar con la confianza y simpatía de las comunidades no sólo porque sus integrantes son personas de las mismas —pueden ser el abuelo, el padre, el hijo o la hija—, sino por el fin último de su unión: la defensa de los intereses y seguridad comunitarios frente a los abusos de que son objeto de manera cotidiana.
Para mantener sus fechorías, los caciques económicos o políticos han tenido que formar sus propios grupos de agresión, como una forma de poder combatir las autodefensas comunitarias a través de los grupos paramilitares o pandillas delincuenciales, que son otro tipo de grupos, que nada tienen que ver con los anteriores.
Hoy está a debate la existencia de las policías comunitarias, los grupos que auto defienden a sus propios vecinos, incluso de quienes deberían defenderlos que son los policías. El poder político, que ha dejado de cumplir una de las responsabilidades del pacto social como es la defensa de sus ciudadanos, quiere combatir a quienes, de forma espontánea, han asumido el papel omiso del Estado. Sugiero la lectura siguiente: (http://www.policiacomunitaria.org/content/quienes-somos).
Interesante debate se presenta frente a un estado nacional de ingobernabilidad que, si lo analizamos más seriamente, no es exclusivo de las zonas rurales, sino también de las zonas urbanas y, en éstas, sobre todo donde vive la clase económicamente pudiente y los políticos, quienes hoy se niegan a la existencia de estos grupos de autodefensa; políticos que viajan rodeados de guaruras prepotentes como ellos, para “resguardar” su integridad física, y que viven en condominios o mansiones con altos protocolos de seguridad. ¡Vaya cinismo el suyo! Dicen: “Al jodido, que se lo jodan”.
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(*) Renato Consuegra es periodista, Premio Latinoamericano de Periodismo José Martí y director de Difunet y Campus México. Esta columna es publicada en el sitio http://www.ricardoaleman.com.mx/index.php/plumas-invitadas/renato-consuegra
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