Ilustración de Roberto Artemio. |
Con
afanosa paciencia, don Emeterio, hombre pobre dedicado a las labores del campo,
se propuso en las primeras horas de la mañana, conseguir cinco pesos para
comprar una “cuba”. Argumentando
supuestos negocios que le proporcionarían ganancias, a las personas que
frecuentaban el tendejón de doña
Rosita, esposa de don Sinforoso, les fue pidiendo una “contribución”. Cuando
logró su propósito, sombrero en mano y con solemnidad solicitó que le sirvieran
un alipús, refresco con alcohol en un
vaso.
Don
Eme, como se le conocía en el lugar, se sentía orgulloso y satisfecho porque
había logrado lo que sería su “curada”,
y porque a costa de sus donantes tomaría lo que se consideraba en su ambiente
un trago de lujo. Antes de consumir su tan anhelado líquido, con presunción
empezó a convidar a quienes de prisa caminaban por la calle o concurrían al
estanquillo en donde él se encontraba... Todos de un modo u otro expresaron una
respuesta negativa procurando que ésta no sonara a desaire.
Don
Eme enarboló su copa a los cuatro
vientos y cuando ceremoniosamente se disponía a sorber su trago, sorpresivamente apareció
Bernardo Cortés por La calle Real o Calle ancha de Tixtla de Guerrero a quien
comúnmente se le conocía como Colaco,
un hombre que sin serlo tenía fama de taimado. Traía los brazos, manos y
piernas embadurnados de lodo con zacate en señal de que había hecho los
primeros adobes de su tarea fijada, lucía su camisa y pantalón arremangados hasta
donde más se podía.
El
frío calaba lo huesos y Colaco
titiritando entendió que le invitaban esa porción de vino. La respuesta fue
instantánea: se lanzó hacia el vaso, y de un solo sorbo consumió el contenido
etílico al tiempo que con voz entrecortada don Eme le decía: “¡ay hermanito, ya te la acabaste!” Colaco no pronunció palabra alguna;
entregó el vaso a quien consideró su obsequioso benefactor y prosiguió su
camino tonificado…
Era
un día domingo y el deambular tempranero se iniciaba. Garbosas mujeres se
dirigían al mercado cargando chiquihuites
repletos de flores, mientras que los hombres con tecolpete en la espalda transportaban hortalizas cultivadas en sus amelgas. Las campanas tañían: en el
centro de la población, la de San Martín, y casi al unísono la del Santuario,
del Calvario, la de San Isidro Labrador, San Lucas, Santiago Apóstol; en
Cantarranas la de Santa Cecilia, y aunque tenues, la de la Villita, San Agustín
y San Antonio, esta última en el cerrito Tezcalzin. Eran las seis de la mañana;
Colaco al escuchar aquella algarabía
de metales vibrantes, repetía algo que en sus tiempos de escolapio le habían
hecho recitar: “…Hay fiesta en mi pueblo, señor… hay fiesta…” Ya para entonces
se encontraba en la plazuela del Santuario, barrio de genuinas y variadas
tradiciones.
De
pronto se detuvo al tiempo que manoteaba como si platicara con alguien, pero a
decir verdad nadie estaba junto a él; lo que ocurría era que redefinía su
programa del día: ¿ir a su casa?.. ¿Terminar las faenas que tenía pendiente?
¿Regresar a culminar su tarea de adobes...? ¡No…, no! Con los efectos del alipús que le había birlado a don Eme decidió que, como en otras
ocasiones, se dedicaría a buscar lo que daba en llamar aguajes.
Sin
preocuparse por su aspecto personal, se dirigió hacia una de las calles de
donde provenía el tuntunear alegre de
la tambora del Chile frito. A lo
lejos reconoció a un grupo de personas que cantaban junto a la puerta de una
casa adornada con listones y crespones de papel crepé, cañas, carrizos y varas
de San José. Llegó hasta ellos y se incorporó. Cuando cesaron las notas
musicales de las tradicionales mañanitas tixtlecas, cientos de cohetitos de
sala fueron incendiados, y en medio del olor a pólvora quemada se escucharon
¡vivas!, y aplausos. La del cumpleaños
apareció sonriente dispuesta a recibir felicitaciones y muchas cadenas
de tapayola que le ornaron el cuello.
El buen Colaco contribuyó con una
flor que estuvo a su alcance, no sin antes declamar emocionado: “No traigo corona de oro, ni tampoco de
cristal; sólo traigo mi barriga pa´ llenarla de mezcal”. ¡Todos festejaron
su audacia!
Acto
seguido, empezó el jolgorio: en carrizos recortados se sirvió el mezcal, y al
son de la banda se bailó y cantó mientras algunas mujeres, sobre mesas
cubiertas por manteles, depositaban suculentas cazuelas de humeante pozole,
rodeadas de cebollas tiernas, limas agrias, platitos con chile seco molido,
orégano, chile verde y pedazos de limón.
Colaco, conocedor de las costumbres de su
pueblo, se metió hasta la cocina a ofrecer traguito
a las señoras que habían preparado los alimentos y, ahí, entre queriendo y no
queriendo se tomó una copa con cada una de ellas.
“Está en buena mano –le decían–. ¿No me vas a despreciar, verdad?” Fueron
tantos los brindis que ya no se dio cuenta cuándo terminaron; lo cierto es que
su ánimo retozó al son de la Iguana y del Zopilote, sobre una tarima denominada
Chincualuda.
Después,
al amparo de un árbol, durmió; cuando despertó las sombras de la noche eran
dueñas del ambiente, pero la fiesta continuaba. Sigilosamente agarró dos cubas que estaban en aparente abandono,
y salió rumbo a la plazuela para buscar un lugar tranquilo en ella. Cuando
estuvo ubicado y se disponía a tomar el primer sorbo de su botín etílico, de
allá de entre la oscuridad, apareció don Emeterio caminando con dificultad en
aparente festejo de su embriaguez. Apresuradamente, Colaco se dirigió a él: “¡hermanito!, ¡hermanito!, aquí tienes tu alipús; disculpa…, disculpa que me hayga
tardado tanto…, para que veas que te aprecio, te devuelvo el que me diste…”
Don Emeterio, sin saber qué contestar se concretó a brindar por el reencuentro
al amparo de un enorme ahuehuete. Después, hermanados en sus alegrías y
tristezas, un espíritu confidente los envolvió; hablaron de sus carencias y
también trastocaron sus quimeras; dijeron que sus melgas eran las mejores tierras de cultivo; recordaron sus duras
faenas y maldijeron a los acaparadores de sus cosechas; con expresiones
delirantes jugaron a ser felices, ricos, sanos, fuertes, visionarios y
afortunados en el amor; divagaron en un juego del que no hubieran deseado
salir para evitar su realidad impregnada
de pobreza y abandono prolongados.
¡Vivían
el presente...! ¿El mañana? ¡El mañana era incierto...! Ése, ese sería otro
día.
A
lo lejos, en la obscura bóveda celeste del valle tixtleco, centelleos
multicolores irradiaron luminosidad al tiempo que el estruendo de la cohetería
llegaba a sus oídos. Colaco exhaló un prolongado suspiro y a manera de oración vehemente, volvió a
murmurar: “…hay fiesta en mi pueblo,
señor… hay fiesta…”
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