Humberto Santos Bautista |
*Ayotzinapa es ya un parteaguas en la historia de México, y ya nada será igual ni para Guerrero ni para el país. Lo que pasa en Guerrero es inédito y las lecturas equivocadas que se hacen pueden ahondar la crisis. Por eso es que me parece que Guerrero ya no cabe en la ortodoxia política, jurídica ni pedagógica.
En una de las bardas de la puerta de entrada de la escuela normal rural Raúl Isidro Burgos –paradigmáticamente a la izquierda–, puede leerse una leyenda: “Ayotzinapa, cuna de la conciencia social”, que nos recuerda a los educadores cuál es la esencia de la tarea de educar: “crear conciencia”, si por tal cosa se entiende el darse cuenta del papel que nos toca desempeñar en el contexto en que vivimos, es decir, saber leer las circunstancias de la complejidad de un mundo que ya no cabe en las aulas escolares, ni en los marcos teóricos ortodoxos y descontextualizados que se imponen en los discursos hegemónicos de la academia. En ese sentido, Ayotzinapa –representada sobre todo, por las madres y los padres de familia de los 43 estudiantes desaparecidos y los alumnos de esa normal rural–, le han dado una gran lección cívica y de dignidad a Guerrero y al país, en la exigencia de justicia y la búsqueda de la verdad, principios esenciales para refundar las instituciones del Estado y poder revertir su deterioro.
Los familiares de los jóvenes desaparecidos de Ayotzinapa han superado la pedagogía del miedo y nos han enseñado caminos inéditos hacia una nueva pedagogía de la resistencia. ¿Que se entenderá por educación si no se tiene la capacidad de mirar esta pedagogía inédita que ha propiciado que los ojos del mundo hayan volteado como nunca en la historia a este lugar olvidado del sur de México? Por eso, los padres de los 43 estudiantes desaparecidos y los estudiantes de la Normal, representan, de una o de otra manera, la cara de dignidad que le queda a este país; y en contraste, la reacción del gobierno pidiendo que se de vuelta a esta página negra en la historia de México, no es más que un síntoma de la decadencia de un régimen que ya no tiene argumentos para explicar el por qué no ha sido capaz de cumplir con la obligación primaria que constitucionalmente tiene: la de dar seguridad y la de impartir justicia a los ciudadanos para poder vivir en paz. La ineptitud del gobierno sólo es comparable con sus niveles de corrupción que tienen casi en la ruina a las instituciones.
En ese marco, Ayotzinapa se ha convertido ya en un símbolo de la resistencia cultural, porque es un llamado a defender la vida y a detener la barbarie. Los padres y madres de familia –acompañados de los estudiantes de la Normal, maestros y maestras de la CETEG y de los organismos de derechos humanos–, son las voces del silencio que le devuelven la esperanza a toda una nación, porque nos han hecho recordar que la patria es de todos y que no podemos seguir mirando pasivamente cómo una clase política insensible, enquistada en el poder pero terriblemente frívola e inepta en situaciones de emergencia, deshace a la nación entre sus manos.
Las batallas que durante más de una año han librado los padres de los 43 jóvenes estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, acompañados de sus compañeros normalistas, en condiciones terriblemente adversas, debiera de ser razón suficiente para que todos entendiéramos que en Guerrero necesitamos reescribir nuestra historia, marcada por el desprecio, el abandono y la impunidad, para empezar a replantear nuestros problemas y diseñar nuestra propia agenda política y educativa, que reivindique el derecho del pueblo guerrerense a vivir con justicia y dignidad. Esa es la única forma de honrar nuestra historia caracterizada por un pasado luminoso y realizar las esperanzas diferidas durante décadas.
En ese contexto, me parece que Ayotzinapa se ha convertido en el corazón de la resistencia cultural y el pathos de la indignación sigue sacudiendo a la conciencia nacional y mundial, porque las voces que exigen justica siguen vivas y ya no se podrán archivar como expediente muerto. Eso es lo que la llamada clase política, la partidocracia y algunos que otros medios oficiosos e intelectuales orgánicos, parece que no son capaces de entender, todavía. Les cuesta mucho leer y, sobre todo, entender, el contexto de Guerrero, y por ello, no se termina por asimilar que Ayotzinapa es ya un parteaguas en la historia de México, y que ya nada será igual ni para Guerrero ni para el país. Lo que pasa en Guerrero es inédito y las lecturas equivocadas que se hacen pueden ahondar la crisis. Por eso es que me parece que Guerrero ya no cabe en la ortodoxia política, jurídica ni pedagógica. El paradigma no derrota al paradigma y la experiencia histórica pareciera demostrar que esos marcos de entendimiento –el de pretender explicar a Guerrero sólo en los marcos de la ortodoxia–, han tenido un costo social muy alto para todos, incluidos los que ejercen el poder. ¿Algún jurista que se respete podría afirmar que somos “un Estado de derecho”? ¿Los doctos en ciencia política podrían definir a Guerrero como “una sociedad democrática? ¿Los pedagogos podrían explicar cómo es que teniendo una alta producción de profesores no hemos podido trascender el rezago educativo? Para responder a estos desafíos, necesitamos, como dice Edgar Morín, reformar el pensamiento y reformar la educación de manera radical.
En Guerrero se ha agraviado a la parte más sensible, la que tiene que ver con la educación, y eso es lo que me parece que el gobierno no entiende que no entiende, y en ese sentido, les haría bien una relectura de una frase sencilla de Mario Benedetti, que dice: “Hay dos formas de crear conciencia política: una es por el hambre y la otra es por la educación.”
Lo que parece que no se ha entendido es que los padres y madres de los 43 estudiantes desaparecidos han empezado la tarea de educar para ayudarnos a crear esa conciencia social.
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