Isaias Alanis |
Para
Ángel Aguirre en su cumpleaños
El sol brota como un
manantial de luz diáfana, apretada contra un cirio de llanto y de relinchos.
Dos colores sobre la noche que se fue. Dos vías en la vida que se queda y se
va. La dualidad disfrazada de esplendor.
Una advertencia rasga
el aire como un relámpago quieto. Arriba es una constelación, entre las patas
del caballo, coro de luna revuelta.
El potro negro retoza
en su corral.
El sol, siempre el
mismo, lo reta con su voz de trueno.
Desde la leve colina,
el caballo negro levanta cortinas de espuma, abre puertas y ventanas en
silencio y puntea con la pata delantera el musgo tibio de la aurora.
No hay esperanza de
que no pase lo que pasará.
Él se levanta
temprano. Monta potro de obsidiana, cabalga yegua de sueños. Un silencio
anterior a la música cubre con uñas de polvo los tejados.
La mañana levita en
el humo de los caseríos arremolinando suspiros y penas.
Mala señal dicen los
viejos. Cuando el humo no se va a buscar un espejo, la ceniza se queda en los
ojos como la tierra que cae sobre los muertos.
El corral es un
hormiguero. El caballo negro gravita, da coces, curva los ojos, husmea el aire
con sus belfos húmedos.
En la punta del cerro
de la dualidad. El amor es un tesoro y la muerte una magnolia.
Caballo negro del
alba negra, déjate llevar por el dolor.
Que se cierre la
tranca que no te deja estar a solas con los muertos. Que se abra la puerta
donde cantan los vivos.
Alba y caballo miran
el horizonte. Una mancha de garzas cubre la luz de cocoteros y ceibas. Más allá
de ese batir de alas. Nada. Un ejército de dragos avanza pendoneando con el aire las hojas de su follaje.
Un silencio de cal
envuelve los llanos. Más allá del allá y de los confines, la guitarra deshoja
una chilena.
El caballo negro
baila inmóvil, inquieto mira la puerta.
Nadie ha venido a
recogerlo. Nadie se asoma bajo el disco rojo del sol a conquistarlo.
Ni siquiera Él ha
venido con su sonrisa de manantial a preguntar por su soledad. Porque si el
hombre nació para estar solo. El caballo lo sabe y relincha
Esa mañana está solo,
en medio de la quietud de la brisa y el rumor lejano del mar que desciende sobre
la luz con su danza de espumas.
Él se levanta
temprano. Algo le dice a su hermano menor. Un sesgo de luz que se filtra por el
tejado le baña el rostro. Es un signo, una premonición o el hueco donde se
esconde el destino. Nadie lo sabe.
Cada uno sale por la
puerta de la casa a enfrentar su destino.
El sol, disco sombrío
se asoma entre la punta de los tejados. Haces de luz en partículas cubre el
horizonte. Él toma el camino de la Hontana.
Cruzar hasta el
potrero es fácil. En el hombro derecho lleva el freno del animal. En la cruz de
su corazón, son visibles sus años juveniles que florecen y cantan como una
parota en medio del llano iluminada por el sol.
El caballo se
encabrita. Le brilla la capa. De pronto es un zaino esplendente que se para en
sus cuatro patas desafiante. A veces un Mulato brillante como las trenzas de
las negras cuando salen a tomar el sol de la tarde.
Él no lo imagina.
Cruza el pueblo. Las calles empedradas repiten sus pasos. Se detiene frente al
Templo de San Nicolás. Mira de soslayo el portón de madera carcomido por el
tiempo. Avanza. Nada ni nadie lo detendrá.
Ni los ruegos de su
madre, ni el beso de la novia dejado en un pañuelo con las letras de su nombre
tejidas a gancho. Nada.
El caballo lo sabe.
Lo espera como se espera a los amantes a mitad de la vida.
A sus diez y siete
años todo se puede. Nada es imposible.
El caballo ventea el
aire. Lo ve en la niebla de la mañana que asciende formando rizos que cubren la
copa de los árboles. Golpea la tierra roja. Astillas de zacate vuelan por el
aire. Se enredan en sus cascos finos. Mueve las orejas. Una hacia adelante y
otra hacia atrás.
Caballo negro de
nobleza. Caballo costeño que espera como el agua dormida en las entrañas de la
tierra.
Él llega. Abre la tranca
de quebracho. Caballo negro de la noche negra. Baila en mis manos. Bajo el
gobierno de mi rienda. El caballo zaino cubre con su aliento su rostro. Se mira
lejos, galopando, galopando.
Él lo monta y salen a encontrarse con el misterio. La brisa golpea su rostro. Lo espuelea con los talones. Montar a pelo siempre ha sido su pasión. Sentir los músculos del caballo. El movimiento de su capa oscura como la noche lo bambolea. Sigue el ritmo de su cuerpo. El caballo sacude los belfos.
Sus crines cintilan, pendones
de luz.
Galopan, galopan. El
camino se abre. A uno y otro lado, parejas de palomas los acompañan. Ascienden,
descienden, vuelan a su lado. El caballo enfila por el sendero de la sombra
verde.
Galopa, caballo
negro, galopa hacia las sombras.
Del galope claro
pasan a la carrera. Caballo negro de la noche negra, caballo desbocado de la
mañana. Negro caballo que corres hacia el cielo. No te detengas negro caballo
de la madrugada. Caballo negro de andar quebrado. Corre, corre, corre.
Allá arriba los
espera la tierra. Una flor de incendios. El caballo negro no se detiene. Corre,
caballo, negro caballo de la noche negra, corre.
Y de pronto, caballo
negro de la noche blanca.
Al tropezar con una
estaca, jinete y caballo ruedan por la grama.
Ambos giran por la
niebla que se ha convertido en un velo
impenetrable.
El caballo negro de
la noche negra cae sobre el jinete. Le oprime el cuerpo hasta quemar su oxígeno,
inundar de cal sus arterias, taponar sus ojos con nardos cosechados en la
tundra de la música.
Alfredo ya no alcanzó
a despedirse de sus padres, hermanos y amigos. La niebla negra le clavó una
estaca en el alma.
Jinete y caballo
cabalgan juntos por el cielo y la tierra convertidos en polvo, sombra, dos
almas gemelas.
El sol brota como un
manantial de luz diáfana, apretada contra un cirio de llanto y de relinchos.
Cuajinicuilapa,
15 de febrero de 2013
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